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domingo, 3 de agosto de 2008

PUEBLOS DE MÉXICO: LOS RARÁMURI O TARAHUMARAS. Tomado de: http://www.worldvillages.net/raramuri.htm



Edición de Mayo - Junio, 2003
DOCUMENTALES
México
Los Rarámuri

"Al norte de México, en el enorme sistema montañoso de la Sierra Madre Occidental, cuyo origen se remonta hace 40 millones de años, se asienta una de las etnias más puras y mejor conservadas de todo el continente americano: Los Tarahumares o Rarámuris, habitantes que descienden de la antigua cultura Paquimé, quienes poblaron la Sierra posiblemente entre los años 800 y 1000 de nuestra era."

Los primeros habitantes, siendo grandes cazadores, finalmente se asentaron y ocuparon cuevas y abrigos rocosos incrustados en los peñascos de esta accidentada orografía del Estado de Chihuahua, cavernas que hasta hoy se mantienen y que sirven aún de viviendas para varios grupos que sienten la necesidad de preservar su integridad social, mantener sus valores espirituales y conservar las costumbres más tradicionales, resultados, de una forma de existencia y armonía con la naturaleza que ha sido interpretada de acuerdo a sus mas íntimos sentimientos, y que luego de miles de años de lucha, han guardado, como un legado, lo mas habitual de sus conocimientos y adaptado lo demás.

El territorio que ocupan actualmente los indígenas Rarámuri, es quizá el más abrupto de la Sierra madre occidental, a cuyo largo, la cordillera oscila entre los 500 y 3.500 metros de altura, enormemente quebrada y formada por una interminable sucesión de riscos, abismos y barrancas, cuyos desfiladeros perpendiculares pueden llegar hasta los 1.800 metros en picada, en cuyos fondos, el caudal de los ríos dejó al descubierto vetas de ricos minerales que dieron origen al nombre de muchos de estos lugares.

Nuevas construcciones en madera han sido edificadas a sus alrededores, y lo curioso, es observar que estas han sido cimentadas sobre los mismos y altos riscos de las montañas, en una clara expresión, de que para los Rarámuri, las alturas constituyen su protección, visión del mundo y dominio, por lo que su entorno resulta estar determinado por un aislamiento natural apenas formado por familias dispersas en vastas extensiones de terreno, situación que colabora aún más en la conservación de su carácter étnico.

La superficie que actualmente ocupan estas comunidades comprende aproximadamente unos 50.000 Km., dentro de cuya extensión, las agrupaciones, basadas en un parentesco muy cercano- se establecen en rancherías que cubren un radio de varios Kilómetros y que hoy son visitadas con mayor frecuencia por parte de sus familiares que se desplazan realizando largos y fatigosos viajes por los valles y senderos, que en muchos de los casos, se prolongan por varios días.
En estas prolongadas travesías, suele escucharse la música de flautas y otros instrumentos que se convierten en sus compañeros constantes en medio de los espectaculares y escarpados parajes, de los ríos y bosques que van dejando atrás, lo que les otorga, el placer de gozar la riqueza de su ubicación geográfica en una especie de contemplación y traslado nómadas.


La mayoría de estos pobladores durante siglos se han movilizado al interior de la Sierra Tarahumara, por lo que de alguna forma, pese a que hoy existe un mejor afincamiento, su vida se desenvuelve dentro de un mundo circunscrito por una región específica y a la vez terriblemente solitaria, motivos que llevan a las familias, para sostener la vida con autonomía, a observar una distribución indispensable de las labores de trabajo entre todos sus miembros, por lo que su obligación de participación, se realiza sobre la base de reciprocidad y cooperación desde muy temprana edad, ya sea cortando leña para la cocina, con el cuidado de rebaños, el tejido de mantas y textiles por parte de las mujeres, o las más jóvenes, con el molido de granos de maíz, masa que será luego utilizada para la elaboración y cocido de la tortilla, alimento imprescindible y que es preparado pacientemente durante varias horas.
Las actividades comunitarias se efectúan muy temprano, de esta manera, la organización social responde muy eficazmente con todas las tareas, que una vez concluidas, le permite a la madre, enviar a sus hijas mas jóvenes a vender las artesanías en los diferentes poblados cercanos.

Las orillas de los lagos y caminos por donde atraviesan los turistas durante las diferentes épocas del año resultan un buen lugar para vender estos trabajos artesanales, por lo que estas jóvenes mujeres, a veces solas y otras acompañadas por sus hijos, se asientan en estas zonas esperando al comprador posible.

Los cestos tejidos con las fibras de la palma y las pulseras de chaquira, son elaborados con singular destreza, siendo la venta de estos artículos, en la mayoría de las ocasiones, el único sustento económico que poseen estas familias para su subsistencia, que pese a su precaria situación económica, demuestran una singular y muy personal calidez que irradia inocencia y frescura, a la vez, que delata la ingenuidad de quien es parte de una naturaleza alejada de toda violencia contemporánea.

Afortunadamente sus productos son óptimamente trabajados, por lo que resultan siempre ser del agrado de los visitantes, sin embargo, en una cultura tan aislada y distante como los Tarahumares, es difícil superar los obstáculos para integrarse a un mundo contemporáneo tan distinto y cambiante.

El credo cristiano ocupa un lugar muy importante en estas comunidades indígenas, el que practican, con una adaptación muy particular de su cosmovisión original, pero conforme al calendario de la religión católica impuesta por las órdenes Jesuitas que evangelizaron estos pueblos.

El primer llamado para celebrar la Semana Santa, la fiesta religiosa más importante del año, se realiza los primeros días de la cuaresma, por lo que el repique de las campanas de las iglesias, acompañado por los primeros sonidos del Kampora, (Rampora) tambores de piel y madera, llaman a congregarse a los fieles al interior del templo y realizar sus primeros rituales, que consisten, en la aprobación del Onurúame ó Cristo Dios, para que permita la fiesta.

En ciertas ocasiones, estos ritos son acompañados por músicos que tocan el Chapareke, Instrumento de cuerdas y viento que es construido con un palo hueco y cuerdas metálicas, aunque en la antigüedad se usaba para este fin las tripas del gato.

Su sonido, melódico y constante, genera una catarsis del alma del Rarámuri que se prepara para el contacto divino, por lo que su música, es el anuncio para que den inicio los firmes golpeteos del Kampora, que no cesarán de tocar y doblar, ya que su finalidad es precisamente ahuyentar a los seres malignos y convocar a las fiestas donde las primeras oraciones y cánticos se fundirán con su sonido y sus danzas, cumpliendo de esta manera, con el homenaje y alabanza del Onurúame o Cristo Rarámuri.


Pese a que los Rarámuri son una etnia históricamente ajena a la tradición cristiana, sus ritos, aunque por demás ingenuos, se han adaptado completamente a las imágenes y creencias llevadas por la Iglesia evangelizadora, por lo que sus manifestaciones conservan las mismas emociones y sentimientos que mantuvieron sus antepasados.

Es así como muy temprano del primer domingo Santo, los nativos se dirigen al pueblo de Norogachi, situado en el corazón de la sierra Tarahumara y donde da lugar con mayor énfasis la celebración de la Semana Santa.

A su arribo, los primeros danzantes ataviados con su típico ropaje y la característica pintura blanca sobre su cuerpo, poco a poco van desplazándose hasta el atrio de la Iglesia danzando como hace 500 años y al ritmo de sus Kamporas y flautas.
Los bailes denominados nolirúame o nolirúaches que significa precisamente: "dar constantes vueltas", a mas de ser una especie de oración lúdica, son también una plegaria para curar a los enfermos, para pedir una buena cosecha y abundante agua.

Durante esta ceremonia, los hombres se han dividido en los Pintos blancos y los Negros que según los pasajes del Nuevo Testamento Cristiano corresponden a Judas y fariseos, por lo que pintados de blanco sobre sus rostros y cuerpos los unos, y de negro con coronas de plumas sobre sus cabezas los otros, se estremecen alrededor del pórtico de la iglesia, en un evento donde se conjugan la autocomplacencia con la reverencia a sus dioses.
Sus movimientos, una serie de pequeños y repetitivos brincos, van acompañados de medias vueltas, rotaciones y traslación hacia delante al unísono del constante golpeteo de los Kamporas que parecen nunca detenerse.


Esporádicamente se escucha la flauta, precisamente en los momentos más sublimes, de mayor éxtasis, instantes en los que flamean también los estandartes que envuelven al pionero del grupo, dando la impresión, de que su fe les lleva hacia una seducción contagiosa de si mismos, de su carne con el espíritu, la que no descansará hasta la muerte de Cristo, hasta el entierro del Onurúame.

El silencio de los Kampora sin embargo es repentino, su música se calla por instantes, pero solo para dar paso a las oraciones que el párroco de la Iglesia a de pronunciar en lengua nativa, en una tregua para que los fieles efectúen sus plegarias, en una pausa, para el pedido por el nuevo año Rarámuri que empieza en los campos durante el barbecho y preparación de los suelos.
Luego, en medio de cánticos religiosos, se hace la entrega de los ramos de palmas previamente bendecidos por el párroco y que los nativos llevarán a sus hogares.

Una vez en Jueves Santo y al final del día, se observa la llegada del festero encargado de organizar la ceremonia, quien custodiado por una especie de soldado al estilo romano, se aproxima hasta el atrio de la Iglesia para detenerse frente al pórtico y ofrendar al Onurúame la entrega de su pueblo.
Con dos vueltas completas y el gallardete que lo flamea violentamente contra el aire, generando un instante de profundo respeto, similar al de las fuerzas de poder de la época medieval, se retira junto al soldado para hacer juntos una guardia de honor a la entrada del templo. Un crucifijo envuelto en una sábana multicolor reposa en el interior, además, la imagen de la Virgen María llamada La Dolorosa que simbolizan su muerte.

La primera procesión sale desde la Iglesia para recorrer el pueblo, las deidades ataviadas con trajes indígenas salen a su peregrinaje, en el cual, la marcha alusiva se manifiesta llena de alabanza y devoción y, donde las imágenes, demuestran su dominio total hacia los fieles, que en su devoción, forman una interminable columna humana.

Las estatuas son nuevamente guardadas, mientras, los movimientos y bailes continúan en ese llamado divino, los pintos blancos y los negros, que para algunos historiadores están asociados con lo malo, lo grotesco y diabólico, llevan consigo espadas de madera adornadas por dibujos geométricos, y como pendonista, un capitán que les dirige y que se encuentra siempre colocado en medio de las dos hileras que forman sus bailes, los que ya no podrán detenerse, los que continuarán hasta el último día Santo, hasta terminar con el humo del tabaco y el Tesgüino.

La noche poco a poco somete al gris y agotado día, momento en el que se encienden las llamaradas del fuego para iniciar su danza nocturna, la ceremonia de la luz, que acompañada por la presencia de los Kampora y la inspiración de los incansables indígenas, provoca una distinta invocación, una exhortación mas profunda, más íntima y más lujuriosa.

El resplandor que provocan las hogueras dan la impresión de ser el elemento principal de su vehemencia, por lo que el centelleo de las chispas y el humo de las antorchas son ahora las que envuelven sus danzas, en una clara manifestación, de su elevada enajenación.

Sus creencias religiosas fundamentales están en la dualidad suprema del sol y la luna, quienes les han ordenado danzar y beber tesgüino para verlos contentos, por lo que el indígena Tarahumara danza para que el mundo exista, es una especie de misión divina a través de la cual consiguen fundir la manifestación espiritual con la terrena, lo eterno con lo temporal, lo sacro con lo profano, generando de esta manera, una súplica terrena con profundas raíces místicas, elementos necesarios para que sus demandas sean escuchadas por sus deidades y obtengan la generosa respuesta a sus pedidos.


Es así, como durante toda la noche y hasta el amanecer, los bailes y el tesgüino estarán presentes en el atrio de la Iglesia, junto a la cruz del perdón y donde permanecerán hasta el siguiente día, en igual forma que la pasión de Cristo llegó también a su momento más sublime, a la antesala de su día fúnebre, al recibimiento de su muerte.

El viernes Santo, como en usual semejanza, luce más agudo el ambiente desértico y árido de la región, sin embargo, la gente permanece estoicamente en sus lugares, inmóviles ante el clima y su fiereza. Parece como si el sonido de los Kampora despertara ese sentimiento sobrenatural del que destroza o da vida, ya que sus sonidos rebeldes son cada vez más intensos, por lo que los danzantes inician nuevamente una larga procesión de sus imágenes, que llevarán en forma más multitudinaria y profusa a recorrer el pueblo, en una manifestación donde jóvenes, niños y ancianos van tras ellas, mientras los danzantes, con sus bailes, abren paso a su alabanza.

La semana Santa es la nueva fiesta contemporánea que suple a la de sus ancestros, por lo que se venera con la misma rigurosidad, fidelidad y dogma de sus precursores, por tanto, la fusión de los credos cristianos con los prehispánicos no es un cambio de conceptos, por el contrario, reafirma su necesidad para encontrar nuevos ídolos que les protejan y amparen en sus carencias durante su estadía en este mundo.

Finalmente, la procesión saldrá rumbo al desolado cementerio, los danzantes durante el crepúsculo guiarán al Onurúame fallecido hasta su tumba, El Viernes Santo en su procesión, llegará a todo el pueblo, alcanzará los campos y recorrerá los cultivos. Ahora los danzantes darán de tres a cuatro vueltas, cada una en diferente sentido, se escuchará también los tenábaris, especie de cascabeles rellenos de piedritas que envuelven varias veces el contorno de los tobillos. La pintura corporal cubrirá sus pies descalzos, espaldas y cruces rojas.

Sostenido por un largo palo y amarrado con sogas, un bulto envuelto con la manta es el símbolo del fallecido, cuerpo inerte que ahora recorre las labranzas, es testigo del hambre y la miseria de los pueblos, es también proclama para un amparo, para la benevolencia y buen inicio de su año calendario.

La procesión llega finalmente al campo Santo, lugar donde se le ha preparado un espacio para su reposo eterno y donde será bajado lentamente para la última oración, para las postreras frases en lengua indígena y que llevará el viento hasta su destino.

Una vez más la bandera con el rostro de Jesús, el gallardete que ha roto violento el aura, la tela que ha envuelto los cuerpos de sus fieles en la danza, el último suspiro de vida.

La tumba ya solitaria, ajena a los Kampora, a la lejana flauta, el Dios fallecido en cuerpo, testigo de sus vidas yace inerte en el solitario campo, con los otros cuerpos de los Rarámuri, con la carne convertida en espíritu y que vagará por los cielos, cultivos y cosechas, silencioso, calmado, existiendo en sus cuerpos.

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