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jueves, 21 de agosto de 2008

CUENTO: "Un Depòrte Extremo"....tomado de:

Viernes 18 de Julio de 2008

Cuentos, Lectores expertos

Un deporte extremo

Fragmento de una imagen por María Inés Afonso EstevesTexto: Alejandra Erbiti
Imagen: María Inés Afonso Esteves

De chiquita ya se le notaba que tenía un gran talento. Todavía no se sabía cuál. Pero apenas dejó de gatear y dio sus primeros pasos, empezó a dar saltitos. Entonces se supo que Galaxia García tenía talento para eso: para saltar.

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Imagen por María Inés Afonso Esteves

De chiquita ya se le notaba que tenía un gran talento. Todavía no se sabía cuál. Pero apenas dejó de gatear y dio sus primeros pasos, empezó a dar saltitos. Entonces se supo que Galaxia García tenía talento para eso: para saltar.

Comenzó saltando poquito, de costado. Por ejemplo, de un pañal sucio a un pañal limpio. Después, empezó a saltar hacia abajo, de la cuna al suelo. Esto último asustó a sus padres. Pero con el correr de los días, papá y mamá García se fueron dando cuenta de que la pequeña Galaxia no se lastimaba y que, además, estaba encantada con ese jueguito. Ni siquiera cuando caía de cabeza lloraba. ¡Siempre se reía!

—Se ve que lo hace con gusto —dijo el papá y la mamá estuvo de acuerdo.

Meses después, Galaxia comenzó a saltar hacia arriba, por encima de objetos pequeños. Hoy un sonajero, mañana una osito de peluche, pasado un triciclo. Muy pronto, ya saltaba por encima de su gato, o de su perro y después, por encima de su gato y de su perro juntos (eran un gato y un perro que se llevaban bien).

No pasó demasiado tiempo hasta que Galaxia fue capaz de saltar mucho más alto. Saltaba por encima de los muebles y de los electrodomésticos que había en la casa. Primero el televisor, luego el lavarropas, finalmente la heladera.

Y a partir de no se sabe exactamente qué momento, la vida de Galaxia se convirtió prácticamente en eso: saltar por encima de todo.

Ningún obstáculo era demasiado grande para la chiquita. A los diez años ya saltaba los buzones del correo. No los buzones bajitos que hay ahora, sino los otros, los altos, esos de hierro, todos pintados de rojo, ¿saben cuáles? Los que parecen cohetes que chocaron contra un planeta muy duro y les quedó la punta aplastada como un bizcochito de grasa. Son como torrecitas rojas con boina. Todavía quedan unos cuantos en alguna que otra esquina. Pero, ¿para qué detenerse en estos detalles, si lo importante es lo alto que llegó a saltar Galaxia?

Un día se le dio por saltar caballos, después, saltó por encima de caballos al galope y terminó saltando por encima de caballos con jinete y todo, en plena carrera, en el hipódromo.

A los doce ya saltaba por encima de los coches, de los ómnibus, de los camiones con acoplado y hasta de los trenes. ¡Qué manera de saltar! ¡y cómo la admiraban los vecinos! Pero Galaxia era muy arriesgada y los tenía a todos con el corazón en la boca, como quien dice. Es que en su pueblo natal todos la querían como a una hija, incluso sus padres. Para ellos, esa nena saltarina era como una estrella, aunque en realidad era como muchas estrellas, como millones y millones y millones y millones de estrellas y soles y planetas y cometas, porque se llamaba Galaxia.

Como se imaginarán, ese nombre no tardó en hacerse famoso. Galaxia ganó todas las competencias de salto habidas y por haber. Ganó tantas que llegó un día en el que ya no tenía dónde competir.

—¿A quién le puede sorprender? —comentó su mamá llena de orgullo y el papá estuvo de acuerdo.

A la tierna edad de trece años, Galaxia García había conquistado todas las medallas posibles y otras, que tuvieron que inventarse exclusivamente para ella.

Sus padres fueron construyendo habitaciones, unas tras otras, para guardar todos los trofeos de su hija, que se iban acumulando en interminables hileras de estantes, unos sobre otros. Pero las habitaciones siempre se llenaban y había que construir otra más y otra y otra y así todo el tiempo. La casa se fue convirtiendo en una especie de chorizo interminable de ladrillos y cemento, con ventanitas.

Las marcas más famosas de ropa deportiva se peleaban por Galaxia. Todas querían usar su imagen para promocionar sus productos. Se peleaban con tanta tirria, que estalló una guerra. ¡Una guerra de verdad! Se enfrentaron las marcas más poderosas con las no tan poderosas y con las para nada poderosas. La vencedora sería la única con derecho a usar el rostro y las piernas de Galaxia García en afiches, spots de televisión y fotos en diarios y revistas, para todas sus campañas publicitarias.

Fue terrible. Llegaron a usar armas químicas, como soquetes con olor a queso y camisetas de fútbol transpiradas.

¡Ilusas todas! Porque Galaxia no toleraba la violencia. Así que no aceptó un solo centavo de ninguna y les dio la espalda a todas. Por eso en los avisos publicitarios de productos deportivos sólo se veía la nuca de Galaxia. Y a pesar de que la gente dudaba de que verdaderamente ésa fuera la nuca de la deportista que tanto admiraban, los publicistas insistían e inventaban slogans tales como: ¡Sí, sí, es ella! Si no, ¿quién va a ser?

Galaxia no le daba la menor importancia al asunto. Casi al mismo tiempo, estalló una pelea entre las cadenas de televisión. Todos los programas deportivos querían tener a Galaxia para ellos solos. Esperaban durante días en la puerta de su casa, para tomarle fotos, hacerle reportajes y pedirle notas exclusivas. Pero a Galaxia sólo le interesaba una cosa en la vida: saltar. Saltar por encima de todo.

El murmullo de los periodistas, fotógrafos, camarógrafos y fanáticos era constante. Rodeaban la casa de la familia García noche y día. Se habían instalado en el jardín de la entrada, haciendo puré las begonias y los malvones y también acampaban en el patio de atrás, incluso en la vereda y en el terreno baldío que había enfrente.

Aquel ruido fue creciendo cada vez más. Y una noche de verano, de no importa qué año, se volvió insoportable.

—¡No puedo dormir con este alboroto! —gritó Galaxia asomando la cabeza por la ventana de su habitación. ¡Para qué! ¡Fue como si estallara una tormenta eléctrica delante de sus ojos! Cientos de flashes se dispararon a la vez y la ovación fue tan estruendosa que llegó a escucharse en varias ciudades aledañas.

Ella quedó aturdida y encandilada. Abría los ojos y sólo podía ver manchas de colores. A su gato se le erizaron los pelos desde el hocico hasta la punta de la cola. Fue tal el susto del micho, que en un instante estaba echado a los pies de la cama y al siguiente estaba prendido al peinado de Galaxia, un rodete grande y sólido como un nido de horneros.

El perro también se asustó, ¡pobrecito! Empezó a aullar. Parecía la sirena de los bomberos y no hubo forma de hacerlo callar.

Afuera seguía la batahola. Adentro, Galaxia estaba atrapada en su propio cuarto, con un gato entreverado en el rodete y un perro convertido en sirena.

—¡Pero si yo sólo quiero saltar! —pensó la chica en voz alta. ¡Menos mal que tenía puesto el piyama! Se cargó al perro bajo el brazo, dejó que el gato se quedara donde estaba, o sea abrochado a su rodete, como un casco peludo. Después, le dio un beso a su mamá, otro beso a su papá, abrió la puerta y sin siquiera correr un poquito para tomar impulso, dio el salto más alto de toda su vida.

Saltó por encima de los periodistas, de los fotógrafos, de los camarógrafos y de los fanáticos. Todos enmudecieron. Se quedaron con la boca abierta y se tragaron unos cuantos bichitos típicos de las noches estivales.

Galaxia siguió saltando. Saltó por encima de las bicicletas y de los coches estacionados y de los camiones de exteriores y de las antenas parabólicas. Saltó por encima de los sauces, los paraísos, las araucarias y las casuarinas de su barrio y por encima de las torres que sostenían los tanques del agua corriente de cada ciudad y por encima de las torres de alta tensión que acarreaban los cables eléctricos de pueblo en pueblo y no dejó de saltar.

A gran altura, desde la axila de Galaxia, el perro le ladraba a todo el mundo. El gato se aferraba cada vez más al rodete y maullaba con un maullido raro, un maullido que su dueña no le había escuchado hasta ese momento. Pero lo cierto es que tampoco ella había saltado tan alto y tan lejos como hasta ese momento. Todo era tan nuevo y extraordinario como ese maullido.

Al rato, el perro dejó de ladrar y parecía contento. Jadeaba con la lengua afuera y movía la cola. El gato también se tranquilizó y se le acurrucó alrededor del cuello. Ya no era como un casco peludo. Ahora, era más bien como una bufanda ronroneante. Sí, ronroneaba. Eso era lo más importante.

—Bueno, si ya le tomaron el gustito a saltar… ¡sigamos adelante! —suspiró Galaxia, que sólo quería saltar por encima de todo.

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